“De cómo Velázquez
conoció a Freud”
Cada uno de aquellos deseos
placenteros con los que “Ello” necesitaba satisfacerse no llegaban más allá de
la imagen reflejada que aparecía en el fondo de su pensamiento. Parecían
visibles en alguna parte si los miraba de frente, pero el resultado final
estaba muy alejado de lo que su libido realmente deseaba alcanzar; así pues se
quedarían rezagados al fin de todo, entre cuatro maderas en forma de marco y un
espejo de cordura. Eran pensamientos fugaces, pues a pesar de luchar con torpes
cabezazos con cada una de aquellas paredes de esa sala de techos altos e inalcanzables,
con el fin de retomar un nuevo viaje onírico sin límites a sus deseos; siempre
aparecía una realidad que abatía cualquier dimensión imposible de palpar.
En el medio existía un “Yo” que
acabaría transportando a la realidad tan sólo unas pequeñas pinceladas de cada
uno de aquellos impulsos primitivos que se verían con juicio de valor de poder sobrevivir
en el exterior; el único canal, ese caballete de madera que con lienzo de
juicio se había instaurado en su pensamiento.
Un caballete de juicio que sólo
acabaría encontrando o marcando los colores de aquella paleta en donde todo
parecía estar pre establecido; y tal
“aventura” parecía ser nada más de lo que acabaría siendo su puta vida. Por muy
grandes que fuesen esas telas con las que rellenar su vida de colores y figuras
siempre se encontrarían acotadas por un nuevo bastidor que estaría limitado por
esa misma sala de techos altos e inalcanzables. Las tensiones, las laxaciones,
los fríos, los calores,…todo iría llegando con suma fuerza, para acabar
agrietando cada una de aquellas pinturas, las cuáles acabarían cayendo por su
propio peso.
Como siempre el problema venía
dado por la cultura adquirida del “Superyo”, por las experiencias y la
educación de aquellas meninas que con traje encorsetado también formaban parte
de su pensamiento. Las mismas aunque tal vez rondaran desde hacía menos tiempo en
su interior, se mostraban en muchos casos en primera línea de orden y acabarían
decidiendo los colores con los que aquel pintor ficticio de la izquierda estaba
destinado a expresar el resultado final de sus pasos.
Pues tal vez el problema es que
les habíamos dado el “honor” y el “poder” de sentirse superior a unos vasallos
con los que tendrían que pactar ideas que recitar; pues la misma sala de techos
altos e inalcanzables, habían dejado colar a una comparsa de daños y
perjuicios.
Así que por mucho que pasaran los
años, ahora veía de nuevo una masa pensante repartida y estructurada de
cualquier personaje singular o objetivo en aquella sala de techos altos e
inalcanzables.
Un “Ello” en ese espejo del final
de la sala, un “Yo” pintor y un “Superyo” de comparsa en la parte delantera.
Una vez más la obligación de
hacer lo “normal” nos intentaba ocultar la inocencia, para poder seguir
viviendo del aburrimiento.
“Y sino una nueva obra de arte siempre nos quedara
para aquello que sin palabras y sin poder explicar, soñaremos que entre
pinceles permanecerá escrito; ante los ojos del que se crea que no ha muerto.”
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